Margarita de Rojas era una joven bella, a la que la vida le parecía una fiesta. Nació en el seno de una adinerada familia que le inculcó los valores de los años porfirianos. Su rostro era un lienzo mestizo que dejaba ver unos enormes ojos verdes, contrastantes con su espeso cabello negro. Margarita gustaba de salir todas las tardes a pasear en la Plaza de Armas y divertirse los fines de semana en las tertulias de los conocidos de su familia. Aunque no le faltaban admiradores, ella los ignoraba, ya que a su parecer no había alguno que hiciera florecer dentro de su espíritu la semilla del amor.

Una tarde de agosto, conoció a Raúl Trinidad, un modesto tapatío que descendía de judíos conversos en la colonia. Al observarlo quedó prendada de su amabilidad y lenguaje poético. Comenzaron a verse con frecuencia y no faltaban pretextos para intercambiar epístolas, que más tarde les hicieron enamorarse, cosa que los padres de Margarita no veían con buenos ojos, ya que los antecedentes familiares del pretendiente no les simpatizaban. El señor de Rojas le advirtió a Margarita que cortara cualquier relación con Raúl, ya que pensaban que tenía que desposarse con un caballero potentado y de raigambre católica. Margarita lo pensó varias noches, antes de comunicarle a su padre la decisión: no dejaría a su amado.

Ni los ruegos de su madre, ni las amenazas de su padre la persuadieron, ya que dentro de sí sentía que con Trinidad encontraría el camino a la dicha. El señor de Rojas no tuvo otra alternativa; mandó llamar a Raúl y le explicó que, en vista que nada podía hacerlos olvidar aquel idilio, que para él era desfavorable, daría formal consentimiento para la boda a condición de que reuniera cierto capital, que le permitiera ofrecer a su hija la vida a la que estaba acostumbrada. Raúl quedó convencido y partió hacia la ciudad de México, en donde lo esperaba un tío lejano para que administrara algunos comercios, no sin antes asegurarle a su amada que volvería en el plazo de seis meses, para iniciar la vida conyugal sin desasosiegos.

Pasaron algunas semanas y las cartas que consolaban a Margarita dejaron de llegar, dejándole sumida en la incertidumbre. Poco después recibió la visita de un hombre maduro que dijo ser el tío de Raúl, con la noticia de que había sucumbido a la viruela el dos de noviembre y que, entre sus últimas palabras le había pedido que le dijera que hasta el último aliento la amaría, además que sus restos fueran inhumados en su terruño, para estar cerca de ella. Raúl Trinidad fue sepultado en el Panteón Municipal o de Mezquitán al día siguiente.

Cuenta la leyenda que Margarita no volvió a fijarse en hombre alguno. Visitaba la cripta de su amado vestida de luto cada semana y, aunque estuviera enferma, llevaba entre sus brazos un ramo de claveles rojos puntualmente. Siguió esta rutina hasta el día de su muerte.

Cuentan los que de esto saben, que de vez en cuando, especialmente la noche de Día de Muertos, cuando la necrópolis está abrigada con el aliento de la oscuridad, una figura menuda de mujer, con un velo negro sobre el rostro, entra al cementerio y desaparece entre los monumentos funerarios. Dicen que es el ánima de Margarita que vendrá desde el más allá, hasta que alguna persona se apiade y tome su lugar para dejar flores cada semana en la tumba de su amado.

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